lunes, 6 de abril de 2009

Hijos de la estridencia

¿En qué misterioso rincón del alma del mexicano se esconde el gusto por la estridencia? ¿Podrá algún día la ciencia decirnos cómo atacar un mal social tan arraigado en México? ¿Qué podemos hacer para bajarle el volumen al país?
En las fiestas de los pueblos se gastan miles de pesos en cohetes. Alguien me comentó hace poco tiempo que la gente de la comunidad donde vive se gasta en promedio doscientos mil pesos en cohetes para su fiesta anual. Pero además de esa fiesta mayor hay más de veinte “fiestas menores” a lo largo del año y el protagonista principal en todas éstas es la estridencia, el tronar de los cohetes. Con ese dinero se podría establecer un dispensario médico, poner piso de cemento a las muchas casas que todavía no lo tienen, iniciar un proyecto productivo comunitario. Pero el pueblo prefiere la estridencia, Los cohetes antes que vivir mejor. Y los cohetes se abren camino todo el año. Quienes vivimos cerca de comunidades semi-rurales como Cholula, padecemos esta rara afición casi cada fin de semana. Miles de pesos que alcanzan altos decibeles al quemarse en las alturas. Un tormento sin sentido.
Los comercios que buscan atraer más clientes, echan mano de la estridencia. Un par de enormes bocinas afuera del local, un par de “edecarnes”, y música a un volumen insoportable. La fórmula perfecta para alejarme a mí lo más posible del lugar, pero la estrategia parece funcionar con el mexicano promedio porque cada vez son más comercios los que recurren a esta escandalosa táctica. La estridencia suple a la estrategia, a la creatividad, a la mercadotecnia.
Las estaciones de radio algún día, no hace mucho tiempo, decidieron colaborar con la contaminación auditiva. Algún genio mestizo instaló una bocina gigante en una camioneta que con el logotipo de la estación radiofónica se pasea lentamente por las calles más concurridas de la ciudad en sintonía con dicha estación. Cualquier automovilista que queda atrapado en un semáforo junto a esta camioneta tiene que cerrar los vidrios de su auto, so pena de sufrir sordera parcial o total por un buen tiempo.
Las bodas, quinceaños o bailongos de fin de semana, son otro ejemplo. El volumen al que se toca la música para amenizar parece destinado a amenazar, es simplemente desproporcionado. Si asistes a la fiesta y te toca en suerte sentarte en una mesa que está cerca de una bocina es imposible platicar con tus compañeros de mesa. Algún atrevido intentará hacer plática y en unos minutos descubrirá que está afónico. En la casa de Cholula, las noches del fin de semana podemos oír la música de los bailes populares en Santiago Momoxpan. En realidad, la música se escucha como si la fiesta estuviera en el jardín de la casa, siendo que está por lo menos a un par de kilómetros.
El transporte público hace su parte. Las peseras en la ciudad de México parecen verdaderas discotecas ambulantes. Las utilicé como medio de transporte durante casi dos años en la ciudad de México y la experiencia fue abominable. Al calor y los apretones había que sumarle una música de pésima calidad a un volumen como para torturar prisioneros.
Las transmisiones del fútbol mexicano son estridentes. El nivel del juego en nuestro país es bastante malo, pero eso no es impedimento para que los cronistas griten desaforados buena parte del tiempo. “¿Qué le pasó a Cabañas señor Martinolli?” a grito pelado. Martinolli y Rosique se gritan el uno al otro. Tienen la instrucción precisa de gritar la mayor parte del tiempo, al parecer eso funciona para el rating. Un par de gritones que narran un espectáculo mediocre, espejo involuntario de lo que es la vida en México.
En buena medida este es un problema de educación, es un reflejo de la falta de respeto que tenemos los mexicanos hacia los demás. Del barroco, estridencia visual, hemos llegado a la banda, el mariachi, la cumbia a decibeles intolerables al oído humano. Parafraseando a Zavalita, personaje de “Conversación en la Catedral” de Mario Vargas Llosa, ¿en qué momento se nos jodió el buen gusto? ¿o será que simplemente, tras años de estridencia, ya se nos jodió el oído?

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