jueves, 31 de marzo de 2011

Consecuencias

Desde que leí El viajero del siglo, de Andrés Neuman, toda mujer con un libro en la mano me resulta terriblemente sexy. Un efecto más de la buena literatura.

lunes, 28 de marzo de 2011

El viajero del siglo

La luna se me acercó como pocas veces mientras leía El viajero del siglo, de Andrés Neuman. No sólo eso, mientras leía esta novela perdí a un buen amigo, me enamoré dos veces, terminó el invierno, empezó una guerra. Mientras leía la obra de Andrés Neuman, en el país del sol naciente el suelo y el mar se estremecieron y un millón de asustadas ballenas aletearon con dirección al pueblo que las persigue y las mata desde hace siglos. Mientras conocía a los personajes entrañables de esta novela, como el viejo organillero, que me recordó a Platón, la vida parece haberse acelerado y las cosas y las personas que definían mi vida ya no están donde solían estar, como si todas ellas hubieran montado en su propia placa tectónica y se desplazaran al capricho de fuerzas ocultas. Supongo que todos estos son efectos, algunos de ellos no deseados, de la buena literatura. Quizá por ello tanta gente se resiste a empezar una gran novela como El viajero del siglo. Cobardes.

martes, 1 de marzo de 2011

Los demasiados viajes

Soy un viajero frecuente. No hay nada glamuroso en ello. Mis viajes transcurren por tierra y, por tanto, no frecuento elegantes aeropuertos internacionales poblados de gente cosmopolita, sino grises estaciones de autobús llenas de resignados oficinistas y migrantes melancólicos. Tengo un problema con estos viajes. Son ellos, los viajes rutinarios, los que alimentan mi intolerancia y mi neurosis. Odio al predicador de banqueta que me entrega un papel y me hace saber, a gritos, que Jesús me ama, con la actitud de quien hace un reclamo, no de quien anuncia una buena nueva. Odio a la señora gorda que ¡por supuesto! en un autobús con 44 lugares compra exactamente el lugar que va a mi lado. Debe ser una prueba más de que Jesús me ama. Odio sus 150 kilos de peso, odio el que no deje de comer desde que, con mucha dificultad, se acomodó en su asiento, junto a mí. Tengo miedo de que al terminar su vasto arsenal de alimentos empiece a comerme a mí. De hecho, por varios minutos me observa descaradamente. Estoy seguro que se pregunta si tendré buen sabor. Junto a ella me veo idéntico al pequeño hombre del subterráneo de la caricatura de Quino. Odio al niño de brazos que llora todo el camino. Odio este trayecto de casi tres horas en una posición incómoda gracias a que la gorda ocupa un asiento y medio. Odio la espera de veinte minutos para que me entreguen mi equipaje. Toda esta gente viaja llena de maletas, las cuales son de un volumen y un peso que apenas pueden arrastrar. Odio a este gente que parece que se muda de casa cada vez que se sube al autobús. La estupidez humana se mide por el número de maletas con las que se viaja. Yo viajo con una sola maleta, soy un estúpido promedio. Pero esta gente ¿qué piensa esta gente? Mi neurosis, mi intolerancia hacia el prójimo, esas sí están peligrosamente por encima de promedio... y estos viajes que no cesan.