martes, 29 de diciembre de 2009

Carta, no convencional, a mi hijo

Eran poco más de las nueve de la noche cuando una enfermera te puso por primera vez en mis brazos. Aquel día, 4 de marzo de 1994, las abuelas, mamá y yo habíamos llegado al hospital a las seis de la mañana. Mamá tuvo un largo y cansado trabajo de parto que terminó en una cesárea. La toalla que te envolvía cuando te cargué por primera vez era tibia y suave, aun puedo sentirla como si fuera ayer. Mi corazón latía a gran velocidad y estaba un poco mareado. Por un lado te observaba con fascinación y por otro estaba muy asustado porque mamá gritaba de dolor. La escena fue una mezcla de preocupación, de fascinación y cierta extrañeza de experimentar la paternidad encarnada en tu persona. Y también de un terrible cansancio tras quince horas de espera, desvelado y, prácticamente, sin probar bocado. No se suponía que fuese así el momento de cargar por primera vez a mi primogénito. Vamos, se supone que un momento así es sólo alegría y llanto por la emoción que embarga a los padres. Pero la vida no siempre es como en las películas. La verdad es que yo estaba más asustado que otra cosa porque mamá no dejaba de gritar.
Las enfermeras te cargaron y me pidieron que saliera de la sala donde habías nacido, mientras un grupo de doctores y enfermeras rodeaban a mamá. Yo me fui con esa mezcla de preocupación y gozo a quitarme la indumentaria de médico y a avisar a las abuelas Ale y Coca, y también a Marcelo y a Vicky, un par de ángeles argentinos que nos acompañaron en nuestra aventura texana, que ya habías nacido, que pesabas más de cuatro kilos y que todo estaba bien. Yo no sabía si en realidad todo estaba bien. Pero en pocos minutos me confirmaron que lo estaba. El doctor me informó que tú y mamá estaban sanos y salvos.
Las abuelas y yo vimos, a través de un cristal, cuando te bañaron y vistieron por primera vez. Tu primera vestimenta incluía un pequeño gorro como de esquiador. Me hicieron pasar a la sala de cunas y una enfermera te puso otra vez en mis brazos. Fue entonces que fui a presentarte a mamá, que ya estaba más tranquila, aunque muy pálida y cansada. Mamá te dio un beso y, no recuerdo bien, creo que hizo algún comentario sobre tu nariz. Debe haber sido el efecto de la anestesia porque tu nariz, a diferencia de la mía, es muy linda, es casi tan linda como la de mamá.
En aquellos días en que tú naciste yo era un estudiante becado y mamá trabajaba en la universidad para ayudar con los gastos de la casa. Cuando cumpliste un mes de nacido, mamá se iba a trabajar por las mañanas y yo me quedaba encargado de cuidarte. Te preparaba y te daba la mamila, te cambiaba de pañal, te entretenía, te arrullaba, y a veces incluso conseguía que durmieras. Fuiste un bebé que nunca le encontró mucho gusto al sueño, lo tuyo era la vigilia. Yo hacía todo esto contigo y lo disfrutaba al máximo, todo ello mientras intentaba estudiar. Después llegaba mamá del trabajo y yo salía volando a mis clases, en las cuales intentaba concentrarme al máximo pero en las que nunca dejaba de extrañar tu presencia, de percibir tu olor, ese olor particular que tienen los bebés.
Fue con el cuidado de esa personita, en el día a día, por el que quedé enamorado de tí de por vida. A los pocos días de que tú naciste, aquella mezcla de sentimientos en la sala de operaciones, que podría resumir en la palabra confusión, había desaparecido por completo y ya era un padre sobre-protector y amoroso. A pesar de ser padre bastante inmaduro, relativamente joven, 28 años, de ser un estudiante de tiempo completo y de que el dinero escaseaba, la experiencia de la paternidad trajo un giro a mi vida, me convertiste en una mejor persona. Como dice Borges, el amor me ha permitido verte en todos estos años tal y como nos ve la divinidad. Pero me propuse, como lo sugiere el título, no escribir una carta con lugares comunes y obviedades. Decirte cuánto te quiero resulta una obviedad, así que permíteme enderezar el rumbo.
Quiero decirte que ser papá de alguien como tú, además de ser un honor, no resulta tan complicado. Eres inteligente, educado, respetuoso y naturalmente bueno; bueno de la palabra bonhomía. Cuando te graduaste de sexto de primaria varios papás se acercaron a mí para preguntarme si yo era tu papá y todos ellos me felicitaron. Todos me dijeron que eras una gran persona y que tenía en ti a un hijo ejemplar. Yo no se los dije, pero ya lo sabía, siempre lo he sabido. No por ello me sentí menos orgulloso, salí caminando de aquel salón sintiéndome un gigante.
Tengo que terminar esta breve carta como un digno padre, es decir, poniéndome aburrido y haciendo recomendaciones. A los seres humanos nos cuesta trabajo encontrar el rumbo y el sentido a la vida. Hacemos cosas que se supone que nos harán felices como acumular dinero y placeres y terminamos tomando antidepresivos. No hemos aprendido mucho a lo largo de los siglos. Pero hay esperanza para cualquiera que decida abrir un poco los ojos. Y esa esperanza en el conocimiento en general, pero especialmente en el conocimiento de uno mismo. A pesar de ser tan tercos, los seres humanos hemos creado algunas herramientas mágicas; entre éstas están la música y la literatura. Y, específicamente hablando de la literatura, en los libros podrás encontrar no sólo amigos incondicionales, sino la respuesta a muchas de las preguntas importantes de la vida. Libros como “La conquista de la felicidad” de Bertrand Russell, “Ética para Amador” de Fernando Savater, los ensayos de Michel de Montaigne o el monumental Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, son sólo un ejemplo de libros a los que hay que acudir constantemente para no perder el rumbo.
Sigue creciendo en todo sentido, dedícate en cuerpo y alma a hacer lo que más te gusta, vuélvete un experto en ello y conviértelo en una profesión. Si por el camino necesitas un consejo o simplemente platicar con un amigo, ya sabes que yo siempre caminaré a tu lado, discreto, intentando no estorbar demasiado.
No hace falta terminar esta carta con un “besos y abrazos” porque esos te los doy en persona cada vez que puedo. Y lo seguiré haciendo aunque te incomode un poco, lo siento, no puedo evitarlo. Además, tiene que ser en persona porque los besos y abrazos no se pueden imprimir en papel.

martes, 15 de diciembre de 2009

Equipajes

El grado de estupidez de la gente se mide por el volumen del equipaje con el que viaja. Esta afirmación no es de mi autoría. La leí hace algunos meses y no recuerdo a su autor (probablemente Fadanelli). Afortunadamente, no necesito ser autor de la frase para constatar su veracidad en mis frecuentes viajes; esto es particularmente notorio en épocas vacacionales y en la que nuestros “paisanos” regresan a casa desde los Estados Unidos (de América). A riesgo de ser catalogado, una vez más, como racista y políticamente incorrecto, doy fe de que la frase en cuestión es asombrosamente certera.
Hablando de lo mismo, pero no exactamente de lo mismo, me es muy frecuente constatar la siguiente experiencia: los pasajeros nos formamos para abordar el autobús después de documentar nuestra pocas o muchas maletas. Una dama discute con el personal de la línea de transporte porque no quiere documentar su maleta. La dama considera que su equipaje es suficientemente pequeño para llevarlo con ella, dentro del autobús. La dama, por supuesto, se sale con la suya. Una vez a bordo del autobús sucede lo siguiente:
1. La dama, de 1.50 metros de estatura, intenta levantar su maleta para colocarla en los compartimentos superiores del autobús
2. La dama, hernia de por medio, no logra levantar su pequeña pero pesada maleta. Sobra decir que aunque pudiera levantar la maleta, dada su estatura jamás alcanzaría los compartimentos superiores.
3. La dama busca, con cara suplicante, que algún cristiano le ayude con su tarea.
3.1 (Aquí entre nos, yo me hago más pendejo que Juanito, ex patiño del peje y ahora del caballo Rojas. Y lo hago porque ya me sé la historia y estoy harto de ver el mismo desenlace). 4. Algún “caballero” se apresta a ayudar a la dama sólo para comprobar que la maleta no cabe en los compartimentos superiores del autobús, que, como todo el mundo sabe, son más pequeños que los de un avión.
5. La dama baja del autobús para documentar su maleta justo cuando el autobús ya se apresta a partir.
6. La salida se retrasa para arreglar el desmadre que la dama ha causado. Todos los pasajeros salimos afectados por una afectada.
¿Pero qué pinche necesidad? Habrá que decir, entonces, que la estupidez de la gente se mide por el volumen del equipaje con el que viaja y por el grado de desconocimiento que manifiesta respecto de las leyes más básicas de la física.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Todos somos Pacheco(s)

Cuando se deambula por el desierto y no es posible crear, al menos es preciso divulgar. Este año José Emilio Pacheco cumple 70 años de vida, 65 años de lector, 50 años de escritor y 47 años de poeta. Para mayor gloria del Premio Cervantes, devaluado últimamente, José Emilio ha ganado el premio este año. En estos días es común encontrar textos sobre Pacheco en los diarios. Mi texto favorito se puede leer aquí. El autor es Jorge F. Hernández, quien es creador, entre otros trabajos, de la novela "Réquiem para un Ángel".

lunes, 7 de diciembre de 2009

Derecho de réplica

Hace uno días, el cardenal Lozano dejó muy claro que los homosexuales no entrarán al reino de los cielos. Luis González de Alba escribe al respecto en Milenio. Vamos, yo soy un convencido de que en todo debate se debe escuchar (en este caso leer) a todas las partes. La opinión de González de Alba se puede leer aquí.