lunes, 30 de marzo de 2009

Salesiano

"No hay otros paraísos que los paraísos perdidos"
Jorge Luis Borges

Era un colegio ubicado entre el barrio de San Antonio y la colonia Santa María. Una zona de la ciudad de Puebla en la que vivía mayoritariamente gente de escasos recursos. Una zona de viejas vecindades más que de casas solas. Un rumbo peligroso que era azotado por bandas de delincuentes como Los Pitufos. Ni Don Bosco mismo hubiera elegido un mejor lugar. El sitio ideal para un colegio Salesiano.
No sé exactamente cómo llegamos ahí mis hermanos y yo. La historia que yo recuerdo es que el abuelo Emmanuel había estudiado con los Salesianos y que les guardaba cariño y admiración como educadores. Debe haber algo de cierto, ya que los hermanos de mi madre estudiaron con Salesianos, e incluso tuvimos un tío sacerdote de esa orden. El caso es que ahí pasé nueve años de mi vida de estudiante.
Mi primer recuerdo en el colegio Salesiano es una misa. No es una impronta en la memoria derivada del éxtasis religioso, sino del arrobamiento musical. En la escena que recuerdo, estoy en el segundo piso del auditorio, que se convertía en capilla para las celebraciones religiosas, y un grupo de jóvenes músicos empieza la misa tocando una canción que me eriza la piel. Veo y escucho una guitarra eléctrica color rojo que brilla ante mis ojos bien abiertos, un bajo y un piano eléctricos, una batería que hace redobles propios de un grupo de rock. La batería la toca un hombre relativamente joven pero de copiosa barba y larga cabellera. La melodía es pegajosa y un pequeño coro, canta algo así como “…toquemos nuestras guitarras, aleluya”. Es un recuerdo vívido. No me parece una misa, me parece un evento musical, una celebración -no como las misas a las que asistía en domingo, más parecida a un velorio que a otra cosa-. Era una música hermosa interpretada por un grupo que a mí me parecía algo así como los Beatles.
El Salesiano fue el colegio que me hizo cantar. En el cuarto año de primaria, el padre Valenciano pasó salón por salón haciendo a cada alumno un breve ejercicio de vocalización. Yo fui de los elegidos para formar un coro de aproximadamente veinte niños y jóvenes que cantábamos en Latín, sólo acompañados de un piano. Estas canciones eran para recitales, no para las misas. Pero ahora ya también era parte del coro que en las misas entonaba las canciones que tanto me gustaban.
El Salesiano fue el colegio que me dió al líder idóneo. Cuando se fue el padre Valenciano, el joven de la barba y el pelo largo, el maestro Carlos Castro, se hizo cargo del coro y no sólo eso, en buena medida, se hizo cargo de la vida de todo aquel que lo quiso seguir. Lo seguimos a la cima de la Malinche, lo seguimos al Popo, lo seguimos a los laboratorios del colegio con ranas, palomas y conejos, lo seguimos con su coro -un coro que creció en tamaño, calidad y alcances- a la ciudad de México, a la casa de la cultura, al auditorio al aire libre en los fuertes de Loreto y Guadalupe, y donde todo lugar en que nos quisieron recibir. Lo seguimos hasta que nos graduamos y muchos otros lo seguimos todavía después de graduados, como nuestro dentista, nuestro compañero de grupo musical, nuestro amigo, nuestro guía. Un día, quizá ya muy cansado, se hizo a un lado, pero aun hoy día, le seguimos.
El Salesiano fue el colegio que me hizo enamorarme del fútbol. En primero y segundo de primaria veía jugar a “los de secundaria” y soñaba con ser como ellos, con jugar así de bien, con pegarle a la pelota tan fuerte como ellos. Y cuando llegó mi oportunidad la aproveché; jugué tanto como pude, hasta el límite, le saqué todo el provecho que pude al famoso “campo de tierra”. Un campo pedregoso, árido, en el que controlar un simple pase era todo un reto. Jugar en campos de pasto en la preparatoria, además de un lujo, me resultaba bastante más simple después de haber jugado en este campo de tierra. Un campo que lo mismo fue el escenario de partidos de fútbol que lugar oficial de las broncas entre alumnos, nuestros pleitos equivalentes a las “batallas en el desierto” de José Emilio Pacheco.
Podría pasar horas escribiendo sobre estos nueve años; escribir sobre todos los maestros inolvidables, con verdadera vocación para formar jóvenes, quienes, por tradición salesiana, ahora son recordados más por sus apodos que por sus nombres (el toro, el exorcista, el toques, la muerte, dulce poli, la morsa, etc); de los padres Salesianos que pasaron por ahí, cada uno dejando una huella; del “señor de la tiendita”, a quien el padre Valenciano le decía “El Dominus”; de don Pablito, encargado de la limpieza de los salones; del “Firus” que es en parte responsable de la gastritis que me aqueja como adulto; de la señora de “las garnachas” de enfrente del colegio y de tantos otros personajes a los que mi memoria ha perdido.
Sólo diré, a modo de resumen, que en la ceremonia de graduación de secundaria, después de abrazar a todos nuestros profesores, los compañeros nos abrazamos entre nosotros y lloramos como niños, sabiendo que era el fin de una etapa, que no había vuelta atrás, que nada sería igual de ahora en adelante, que habíamos perdido un paraíso.

viernes, 27 de marzo de 2009

La frase del día

"Si tomas ideas de un libro te acusan de plagio. Si tomas ideas de cincuenta libros, te dicen que eres un gran investigador".
Arie Klausner

jueves, 26 de marzo de 2009

Inventario parcial

Recuerdo las tradicionales comidas de los domingos en casa de los abuelos. Recuerdo a la abuela, Jovita Amalia Morales, siempre de prisa, caminando de un lado a otro para atender a todo aquel a su alrededor. Recuerdo “las tortillas de la abuela”. Tortilla casi convertida en totopo, con frijoles, una mágica salsa roja y queso, simplicidad que sabía a gloria. Recuerdo a la abuela que solía llorar cuando mi madre platicaba orgullosa el logro de alguno de nosotros, nietos de "la abuela Joroba". Un llanto fácil, un llanto de alegría y orgullo por los suyos, un breve llanto que volvía solemne esos momentos. Recuerdo a la abuela, contestando el fuego imaginario que un par de nietos le disparábamos desde un fortín construido en plena sala con cojines y almohadas. Nosotros apaches y ella sheriff del lugar, disparando con su mano, convertida en una pistola, cada vez que pasaba de la cocina a alguna de las recámaras. La abuela se las arreglaba para atender al abuelo -y a un par de hijos enfermos-, mientras jugaba con sus nietos. La recuerdo lavando ropa, tomando agua de una pileta, que con mi tamaño me parecía casi una alberca, y a la cual me asomaba para intentar ver el fondo. Recuerdo que recibía siempre su misma advertencia “ten cuidado porque ahí se me cayó una vez tu tío Héctor”. La recuerdo dando el catecismo a un gran grupo de niños, a mí mismo, los sábados por la tarde, preparándonos para la primera comunión. La abuela, que apenas tenía tiempo para ella misma, encontraba el tiempo para darlo a los demás. La recuerdo regalando a cada nieto unas monedas en navidad, las cuales tomábamos de un Nacimiento que cada año era más pequeño -o quizá así me parecía porque cada año yo era más grande-. La abuela, que apenas tenía para ella misma, encontraba el dinero para darlo a los demás. La recuerdo tocando en un viejo piano "Torna a Sorrento" acompañada del violín del tío Salvador; un recuerdo musical que todavía me eriza la piel. La recuerdo, en las sobremesas de las tradicionales comidas de los domingos en su casa, pidiendo anticipadamente perdón a sus hijos y dando instrucciones para su entierro. Recuerdo a los mariachis, tocando “El son de la negra” mientras la enterraban, tal y como ella lo pidió.
Recuerdo al abuelo, Emmanuel Calva, fumando un aromático puro después de comer, platicando anécdotas que denotaban su admiración por “Don Maximino”. Lo recuerdo contando grandes batallas en las que siempre el portentoso y disciplinado ejército alemán vencía al ejército americano. La serie de televisión "Combate" eran sólo mentiras, decía mi abuelo. El abuelo, incapaz de matar una mosca, con alma de niño, no era partidario de la corrupción ni de los asesinatos a sangre fría. Pero era, sin duda, un admirador de la disciplina, del orden, de la mano dura. Lo sé porque yo me reconozco en él.
Lo recuerdo sentado en la sala de esa casa ante el televisor en blanco y negro, viendo la corrida de toros de la Plaza México, con la narración de Pepe Alameda y Paco Malgesto. Gracias a él aprendí lo básico de la fiesta brava, aprendí que el verdadero aficionado debe saber de toros, más que de toreros. Lo recuerdo riendo a pierna suelta, a carcajadas, mientras veía una película de Cantinflas. Recuerdo haber reído junto con él, más por el contagio de su gozo que por lo que yo entendía de la película. Recuerdo al abuelo trabajando en su taller, ahí mismo en un cuarto en el patio de la casa, con su tornos y herramientas que a mí me parecían juguetes maravillosos. Recuerdo una segueta convertida en rifle, diseñado y fabricado por él, hecho con sus manos y con ayuda de sus máquinas. Lo recuerdo disparando el rifle en el patio de su casa, rodeado por algunos de sus nietos, con su guardia zurda, elegante, y recuerdo una botella de cristal estallando con el disparo. Lo recuerdo alegre, en paz con la vida, sin complicaciones. No recuerdo su entierro porque no pude asistir, pero sé que se fue de esta vida tal y como vivió. Discretamente, sin estridencias.
Mis abuelos maternos tuvieron una presencia constante, intensa, durante mi infancia, mi adolescencia y parte de mi vida de adulto. Me gusta sentir que lo que soy, en buena medida, es un reflejo de ellos, aunque no puedo decir si esto es cierto. Los abuelos educan sin proponérselo a los nietos. Los regaños y sermones los proporcionan los padres, los abuelos sólo te dejan asomarte a sus vidas y te guiñan un ojo. El que quiere y puede toma nota y recuerda… siempre recuerda.

lunes, 23 de marzo de 2009

Breve relato sobre cómo La Malinche se me apareció en el rancho

Una frase atribuida a Pío Baroja dice que el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando. Estoy de acuerdo con el maestro Pío, pero cuando no se puede viajar –porca miseria-, se puede leer y se puede escuchar música popular de otros países. Leer y escuchar música nos permite “conocer” otras culturas y ello, a su vez, nos permite mitigar los efectos del nacionalismo, que en particular, me parece que afecta fuertemente a los mexicanos. Por aquí decimos con frecuencia “como México no hay dos”, y algunos otros agregarían “afortunadamente”.
A la música me quiero referir esta vez. Crecemos escuchando “nuestra música popular”, nos emborrachamos escuchando al mariachi, al trío y, recientemente, a la banda. Pero en mi caso, cuando llegó el momento de escuchar música de otros países algo sucedió. Sufrí un fuerte desencanto con la música mexicana y con este desencanto vino aparejado un rompimiento. Y el rompimiento fue violento, dejó huellas. La música popular mexicana me pone entre de malas y encabronado. Me parece paupérrima lírica y musicalmente hablando, a veces vulgar, por costumbre insustancial, pueril.
A ver si me explico con un ejemplo:

Letra del tango “Uno” de Enrique Santos Discépolo

Uno busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias.
Sabe que la lucha es cruel
y es mucha pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina...

Letra de la canción “Paloma querida” de José Alfredo Jiménez

Por el día que llegaste a mi vida
paloma querida me puse a brindar
y al sentirme un poquito tomado
pensando en tus labios me dio por cantar

¿Soy yo, o alguien más nota una gran diferencia en la calidad de lo que se canta “allá” contra lo que se canta “acá”? Para ponerlo en términos futboleros, ¿alguien más se da cuenta que en materia de música popular Argentina también golea a México? Y eso que sólo puse la letra, si a la música nos remitimos nos va peor. Y que decir del bossa nova o de la samba de Brasil, ¿a quién le ponemos enfrente para aspirar por lo menos a un pinche empate?
Probablemente sólo soy un jodido malinchista o un ignorante, pero en lo que respecta a música popular mexicana, por más que ande un poquito tomado, nada más no me da por cantar.

martes, 17 de marzo de 2009

Los buenos lectores

Amos Oz, en realidad Amos Klausner, narra en su magnífico libro “Una historia de amor y oscuridad” la historia de su familia judía, desde las décadas finales de la diáspora hasta la fundación del estado Israelí. En lo profundo de este mar agitado de casi mil páginas hay una perla semi oculta. Un breve capítulo que enconchado espera ser descubierto por el lector y que se aparta de la trama del libro; un capítulo en el cual el autor hace un análisis sobre la literatura, estableciendo una distinción entre “el buen lector” con respecto al “mal lector”.
Describe Amos Oz que "el mal lector" busca con ansia en cualquier obra literaria qué sucedió realmente, quién está detrás del personaje principal, qué tanto de “autobiográfico” tiene el relato. El mal lector investido de periodista le preguntó alguna vez en televisión a Nabokov: “profesor, díganos por favor, ¿realmente le gustan tanto las jovencitas?”.
El mal lector se queda con la historia detrás del relato. Quiere los detalles de lo que ha sucedido en la vida del escritor para poder atar cabos, para armar vidas privadas en su cabeza; se rebaja al nivel de un periodista morboso; se ubica cómoda y mediocremente en el espacio entre la obra y el escritor.
En contraste, el autor nos dice que “el espacio que el buen lector prefiere labrar durante la lectura de una obra literaria no es el terreno que está entre lo escrito y el escritor sino entre lo escrito y tú mismo”. El buen lector no se pregunta si Dostoievski era en realidad un asesino de ancianas. Lo que hace el buen lector es intentar ponerse en el lugar de Raskolnikov para sentir dentro de sí el terror, la desesperación, la mezcla de miseria y arrogancia, la soledad, el cansancio y la añoranza de la muerte. “Un ejercicio que no es para comparar al personaje con los escándalos en la vida del escritor, sino para compararlo contigo, con tu yo secreto, loco, criminal, el cual encierras en lo más profundo de tu ser”.
Cuando un buen lector lee la historia de Raskolnikov, puede introducirlo en sus sótanos y compararlo con sus propios monstruos interiores. Dice Oz, “así podrá Raskolnikov endulzar algo la vergüenza y la soledad de la mazmorra a la que todos nos esforzamos en condenar a nuestro prisionero interior de por vida. Así los libros se apiadan de ti por la tragedia de tus abominables secretos”.
En conclusión, si eres un buen lector, cuando leas a Dostoievski, a Kafka, a Camus, entre otros, no voltees a ver al autor, voltea dentro de ti y obsérvate en el espejo que te presentan los personajes. La recomendación final de Amos Oz da un poco de escalofrío: "Lo que encuentres puedes guardártelo para ti mismo".

martes, 10 de marzo de 2009

De vocaciones y equivocaciones

“I’d rather be a failure at something I love than a success at something I hate”.
George Burns

Hacia finales del segundo año de preparatoria, el Dr. Ortíz Dietz aplicaba a todos los alumnos una serie de pruebas psicológicas para determinar su posible vocación. Con la interpretación de los resultados, que el Dr. Ortíz daba a cada uno en forma personalizada, los alumnos se encaminaban a una de las tres o cuatro áreas que en aquel entonces había para tercero de preparatoria.
Recuerdo bien la mañana en que el Dr Ortíz, el día de mi cita para la lectura de resultados, me dijo tajante al entrar a su oficina, con una actitud casi marcial que nos infundía un poco de miedo a todos, “López Calva, necesito que vuelva a hacer las pruebas, sus resultados no me sirven para nada”. Joder, pensé yo, casi tres horas de estar rellenando bolitas a lápiz que “no sirvieron para nada”. Pero no había derecho de pataleo, el dictamen estaba dado por el experto.
Volví a hacer las pruebas psicológicas, de las cuales no recuerdo sus nombres técnicos, sólo el fastidio que me inflingían al contestarlas. Unos días después, la segunda cita con el Dr. Ortíz trajo para mí una nueva sorpresa. Esta vez, Ortiz Dietz se veía contrariado, lo cual no anticipaba nada bueno. Con una cara de confusión me dijo “nunca había visto unos resultados como los suyos. Si le pedí que los volviera a hacer fue para confirmar que no había ningún error”. Me sentí como debe sentirse un paciente ante un médico que está a punto de decirle que tiene cáncer. Y continuó “usted es un bohemio, no le veo una vocación clara, usted puede terminar como director de orquesta, poeta incomprendido o como un alcohólico tirado en una banqueta”.
Mi cara debe haber sido una excelente oportunidad para el fotógrafo en busca de la imagen perfecta de la estupefacción del ser humano. El diagnóstico no era cáncer, pero era sombrío e inesperado. Ortíz Dietz debe haberse apiadado de mí al verme la cara y agregó “usted debe enfocarse el área de humanidades, quizá historia del arte o música”. ¡Director de orquesta, historia del arte, bohemio, alcohólico de banqueta! ¿De qué carajo me estaba hablando? Salí de su oficina arratrando los pies tras aquel diagnóstico.
Apenas años atrás me había imaginado como un veterinario. Algunas vacaciones de verano las había pasado al lado del tío Salvador, héroe personal de mi infancia, operando perros y gatos. No tenía problema en ver las entrañas de un animal, ni los borbotones de sangre. El tío Salvador me explicaba lo que estaba haciendo durante las operaciones y al final me dejaba ayudar a suturar las heridas.
En clases de biología siempre me sentí como pez en el agua. El profesor de Biología de segundo de preparatoria, el profesor Tejeda, fuera del programa de estudios y a petición mía, me había explicado más a detalle el ciclo de Krebs, quería comprender más a fondo la química celular. Tejeda me había sugerido una carrera en el área de la bioquímica.
Con estos antecedentes, no hice mucho caso del extraño dictamen del Dr. Ortíz, pero en la transición de la preparatoria a la universidad algo salió muy mal. Para la carrera de veterinaria en Puebla simplemente no había opciones “decentes”, académicamente hablando. Otra opción era la UNAM, pero ahí no aceptaban “foráneos” en dicha carrera, ya que estaba saturada. La opción fue hacer el examen en el estadio Azteca para QFB (Químico Fármaco Biólogo). Pasé el examen pero no me admitían en CU sino en el campus Acatlán. No era exactamente la carrera que quería y definitivamente, no era el lugar en donde quería estudiar. Dejé pasar esa opción y perdí un semestre académico.
Este tropiezo me llevó al lugar equivocado. Una actitud juvenil de apatía y “valemadrismo” me invadió y me llevó a elegir una carrera que no era para mí. La inercia me hizo terminarla, sin estusiasmo alguno.
Es un ejercicio difícil, pero lo reconozco. De un tiempo a la fecha me torturo al pensar que erré mi vocación. Un yerro derivado de falta una actitud correcta. Consecuencia de no poner las ganas suficientes para investigar a fondo cuáles eran todas las opciones de carreras en el área de la Biología, Ciencias de la Salud, Bioquímica. Por no indagar cuáles eran las universidades, las ciudades a las que podría moverme. La sensación es que dentro de mí vive un fallido científico de las áreas biológicas. Alguien que se quedó en bosquejo, eclipsado por mi juvenil irresponsabilidad.
En cuanto a las artes, que también sugería el Dr. Ortíz, soy simplemente un diletante. Me gusta mucho la música pero no creo llegar a la categoría de melómano y nunca aprendí a tocar decentemente un instrumento musical. La pintura es un arte que disfruto cuando veo cuadros de grandes artístas, pero debo reconocer que es un arte que no se apreciar. Eso sí, me deleita la lectura de los buenos libros y recientemente he perdido el pudor para ser capaz de publicar lo que escribo. Pero no dispongo del tiempo suficiente para lo primero ni del talento mínimo para lo segundo.
Me consuela pensar que nunca es tarde para reencontrarme con mi verdadera vocación. Si aquel dictamen de hace venticinco años era correcto, y si le pongo el empeño y la dedicación suficiente, todavía puedo terminar mi vida borracho, tirado en una banqueta.

viernes, 6 de marzo de 2009

Ella y Count

La calidad del video no es buena, pero el contenido del video tiene calidad suficiente como para desbordar la pantalla y las bocinas. Y cuando hay calidad sólo se requieren tres instrumentos y una voz. Aunque hay que decir que la voz de Ella Fitzgerald bien podría ser un trombón. No hay necesidad de grandes efectos en las guitarras, coros, luces espectaculares, ni bailarines alrededor del cantante. Sólo un grupo de verdaderos músicos.
Dos leyendas frente a frente. Count Basie y Ella Fitzgerald interpretan en este video "One O'clock jump" (1979). El bajista, otro virtuoso, es Cleveland Eaton, todo un personaje. Suban el volumen y... a volar!

jueves, 5 de marzo de 2009

El arte de escribir sin arte

Felipe Alaiz, escritor español, publicó en 1946 su ensayo "El arte de escribir sin arte". Javier Cercas, también escrito español pero de nuestra generación, reflexiona en una reseña sobre este libro:

"Lo que suena a literatura no es nunca literatura, porque escribir bien es lo contrario de escribir frases bonitas. El arte verdadero es el que oculta el artificio"

Pues vaya arte más complicado.