miércoles, 25 de febrero de 2009

Yo tuve un hermano

Lo deseable hubiera sido crear algo de mi propia inspiración. Pero la vida le dio mucho talento a unos pocos y poco talento a muchos -entre los que me encuentro yo-. Reconozco que no es un buen pretexto, pero es todo lo que tengo. Así que, con el perdón de Julio Cortázar, tomo prestado su poema "Yo tuve un hermano", en homenaje a mi hermano Raymundo, con quien tuve el privilegio de compartir la vida seis años, demasiado poco, un suspiro.

YO TUVE UN HERMANO

Yo tuve un hermano
no nos vimos nunca
pero no importaba.

Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.

Lo quise a mi modo
le tomé su voz
libre como el agua.

Camine de a ratos
cerca de su sombra
no nos vimos nunca
pero no importaba.

Mi hermano despierto
mientras yo dormía.
Mi hermano lustrando
detrás de la noche
su estrella elegida

martes, 17 de febrero de 2009

Pavlus

De niño me enseñaron que Saulo de Tarso, perseguidor de cristianos, fue derribado de su caballo por una luz intensa que lo dejó ciego cuando iba camino a Damasco. Jesús le habló a Saulo, quien entró a Damasco ayudado por algunas personas y después de tres días de ayuno se convirtió al cristianismo, se bautizó y recuperó la vista. Como punto final de esta transformación, me fue dicho, Saulo de Tarso cambió su nombre a Pavlus (Pablo), que quiere decir, “pequeño”, porque Saulo rendía con ello un homenaje a Jesús al declararse “pequeño ante el Señor”. El perseguidor de cristianos que llegó a convertirse en unos de los pilares del Cristianismo, el pequeño ante el Señor, nada menos que San Pablo.
De adulto leí que es muy poco probable que Saulo montara a caballo. Por aquella época estos animales eran exclusivos de algunos soldados romanos de alto rango. Vamos, tener un caballo en aquel entonces era como tener un auto en el año 1900. Leí también que Saulo de Tarso era hijo de hebreos, descendiente de la tribu de Benjamín. Como casi todos los nacidos en territorios bajo el dominio de Roma, Saulo tenía un “praenomen”, el nombre que le escogían los padres, en este caso un nombre judío por su herencia cultural. Pero también tenía un “cognomen”. El cognomen, que en sus orígenes fue un apodo asociado a una característica física, con el tiempo se convirtió en un apellido que se heredaba del padre. Por ejemplo, el emperador romano Julio César, en realidad se llamaba Cayo Julio y “César” era su cognomen, que significaba “de gran cabellera”. Entonces, Pavlus, palabra griega que significa pequeño, era el apellido “romano” de Saulo, siempre lo fue. Entonces tenemos a Saulo el chaparro, nacido en Tarso –o primero nacido en Tarso y después chaparro, como guste-. Ya sea por culpa de un antepasado no muy lejano o por él mismo, San Pablo era un “chaparro”.
El giro en la historia del nombre de San Pablo, no es trivial. Al menos no para mí porque resulta que llevo ese nombre en mi acta de nacimiento –y en mi fe de bautismo, faltaba más-. Y bueno, lo acepto, con la estatura de mi padre y con la mía propia, hay una gran probabilidad de que de todos modos mi nombre fuera Pablo, de haber nacido en aquella época. Pero lo que me vendieron como un homenaje al Señor, un acto de humildad, resultó ser sólo un defecto físico. Algo intuía desde hace años, porque siempre me molestó que la gente me llamara “Pablito” y ahora me molesta más que nunca. ¿Por qué la gente se siente con derecho de llamarme “Pablito”? Es un pleonasmo, carajo.

jueves, 12 de febrero de 2009

Entre Carlos te veas


Hoy, 12 de febrero, se cumplen 200 años del nacimiento de Charles Darwin. Aprendí lo básico de la teoría de la evolución en secundaria. Maestro en casi todo, el gran Carlos Castro, tocayo de Darwin y también hombre barbado, nos preguntaba a los casi 50 candidatos a delincuente que tenía enfrente “¿quién ha tenido problemas con las muelas del juicio?”. Varios levantaban la mano y enseguida “el maestro Castro”, como todo le llamábamos, nos explicaba que las muelas del juicio eran muy buenos ejemplos de cómo trabajaba la evolución de las especies.
Nos decía que hace miles de años fuimos primates con dietas mucho más duras que nuestra actual dieta. Hojas de árboles y frutos, entre otras, eran la dieta de nuestros antepasados, que tenían una quijada más larga. La quijada más larga era, precisamente, para dar cabida a más molares. Con el tiempo, la dieta fue cambiando, la quijada recortándose y las molares desapareciendo. Pero a muchos de nosotros nos sigue saliendo una tercera molar, la llamada muela del juicio, la cual ya no necesitamos y ya no cabe en nuestra quijada. Por ello, normalmente, salen desviadas y con frecuencia hay que extraerlas con cirugía.
Si preguntamos entre nuestros conocidos, probablemente encontremos a alguien que no tiene muelas del juicio. Dentro de muchos años, no sé cuántos, la mayoría de la gente va a nacer sin las molestas muelas del juicio, porque lo que no se usa, eventualmente, desaparece.
También nos explicaba que el cóxis, la parte baja de la columna vertebral, era otro buen ejemplo. Hay quienes tienen cinco vértebras en el cóxis, hay quienes tienen cuatro y, en mucho menor cantidad, también hay gente con sólo tres vértebras. El cóxis, nos decía Carlos Castro, “es el vestigio de lo que alguna vez fue una cola”. Y esa cola sirvió para asirse de los árboles. Una cola que está borrándose con el paso del tiempo.
La teoría de la evolución necesita de mucho espacio, de millones de años para ser científicamente posible, sin embargo, cupo en mi mente y en la de la mayoría de mis compañeros de clase. Pero, hay mucha gente que no tuvo la fortuna de tener a Carlos Castro como profesor, Quizá eso, quizá sólo es que tienen un cerebro muy pequeño, pero el caso es que en estas personas sólo caben 5 mil años de historia. Se dicen “creacionistas” y creen que la Biblia se tiene que leer y entender literalmente. Los creacionistas también van al dentista a que les saquen las muelas del juicio, pero no entienden de dónde viene esa falla en el diseño divino. Está bien, no tuvieron a la mano a Carlos Castro y su don para educar, pero tienen los libros de su tocayo, ¿por qué no empiezan a leer a Charles Darwin?
¡Gracias Carlos Castro!
¡Feliz cumpleaños Charles Darwin!

viernes, 6 de febrero de 2009

Raymundo Eugenio

“¿Ya pasaron todos?” grita mi padre mientras ve por el espejo retrovisor y frena abruptamente la camioneta que conduce. Yo voy sentado a su lado. Me toma por sorpresa su pregunta, su reacción súbita al volante. “¿Ya pasaron todos?” y esta vez el grito es casi una súplica. El miedo se apodera de mí. No comprendo por qué me regaña mi padre, no puedo contestar, el miedo seca mi voz. Mi padre da un salto fuera de la camioneta y corre en sentido contrario a la dirección en que avanzamos. Yo no he visto nada, pero puedo sentir que algo grave ha sucedido. ¿Fue mi culpa por no haber respondido a tiempo? Una nube. Una gran nube gris, espesa, densa, impenetrable. Quizá un mecanismo de defensa de la psique de un niño al que nunca se le ha revelado el concepto de la muerte. No hay curso preparatorio. No hay tiempo de explicaciones. La muerte se hace presente, irrumpe en mi vida y en la de mi familia, estalla en mi rostro y deja una nube que nubla los recuerdos posteriores a esta escena. La nube apenas se disipa. Estoy en casa de mi abuela paterna. Allí transcurre una espera larga, amarga. Tengo miedo de hacer preguntas. Por fin estoy en casa. Mi madre me abraza y me besa como no recuerdo que lo haya hecho nunca antes. Lo percibo como un momento dulce y cálido, pero no es perfecto. Mi madre llora mientras me abraza. Me besa nuevamente y me pregunta entre sollozos “¿viste todo?”. Afirmo con mi cabeza, y mi madre me abraza más fuerte. Pero estoy mintiendo. No he visto nada, ¿qué es lo que tendría que haber visto? Lo que sí puedo ver es la sala de mi casa transformada en una capilla. Hay mantos púrpuras cubriendo las paredes, velas, un gran crucifijo y… una caja. Algunos años después, aprenderé que a esa caja se le llama féretro. Esa tarde en casa hay un velorio. Un accidente se ha llevado la vida de mi hermano. Pero esa tarde no quiero -¿no puedo?- entender lo que ha pasado a pesar de que veo el dolor en la gente que me rodea y que ese dolor me contagia. Ese día amanecí con una gran ilusión y aunque a estas horas mi ilusión es un globo sin aire, no puedo olvidar el tema. Es mi cumpleaños. Hoy cumplo seis años. En casa hay mucha gente esta tarde, pero no están aquí por mi fiesta, lo puedo sentir. Aún así, terriblemente inoportuno -como lo puede ser un niño de seis años- pregunto por mi pastel. El tío Salvador, que para eso lleva ese nombre, rescata la situación. Compra un pastel para mi hermano Enrique y para mí, los dos cumpleañeros del día. Lo partimos en casa de la abuela materna, pero aquello no es una fiesta. Lo puedo palpar, lo puedo sentir, en mi mundo algo se ha roto, se ha roto para siempre. Ese día queda para mí repleto de interrogantes, de preguntas sin respuesta. Ese día mi vida queda marcada con un hierro candente. Como cuando se pierde una pierna o un brazo, el accidente deja algo cercenado dentro de mí. No hay terapia, no hay prótesis, ni rehabilitación. El suceso me deja emocionalmente lisiado -¿a cuántos más a mí alrededor?-. Tengo que caminar por el mundo tomándome de las cosas, de las personas, para no caer. Tambaleante, avanzo por la vida, aprendiendo a congelar la expresión de cualquier emoción, la mejor receta para no ser vulnerable. Con el paso del tiempo, aun siendo un niño, indago para intentar entender un poco más. Leo furtivamente álbumes familiares con recortes de periódico que hablan de un accidente. Veo las fotos de un largo cortejo fúnebre de niños y adultos en bicicleta. Voy armando un rompecabezas en mi mente de un suceso quizá demasiado obvio, demasiado crudo para que yo pueda o quiera entenderlo. Para que pueda aceptarlo. Los años pasan pero no curan mi discapacidad emocional. Soy un adulto, un padre de familia, pero la nube sigue ahí y no puedo evitar nuevos tropiezos. Eventualmente, inevitablemente, la vida te cobra factura por los sucesos no resueltos, por aquello que te persigue en el subconsciente. Y este no-consciente de mi ser me arrincona, me marea, intenta señalarme lo evidente. Han pasado demasiados años, he querido olvidar, he querido seguir mi vida sin entender, sin aceptar, pero al fin me doy cuenta de que ya es tiempo. Estoy harto; quiero tirar las muletas y correr. Es cierto, nunca me dieron las explicaciones que un niño necesitaba para intentar entender aquel suceso. Es cierto que todo pasó a mis espaldas, física y metafóricamente. Pero es tiempo. Es tiempo de dar la vuelta, girar y aclarar la escena completa. Es tiempo de dejar atrás esta nube gris que no me permite afrontar lo que tanto me lastimó. Hermano, apenas te recuerdo en vida pero tu muerte marcó la mía para siempre. Nunca me despedí de ti. Tengo esa gran deuda contigo. Nunca pude vivir un duelo… mi duelo por ti. No más, es tiempo. Te debo ese adiós y me lo debo a mí mismo. Después de muchos años de aquel accidente, estoy en tu tumba. Lloro por el hermano con el que se me permitió jugar, reír, correr, disfrutar por seis años. Un privilegio que hubiera deseado que durara muchos años más. Los recuerdos se agolpan en mi mente y lloro también por mí. Lo veo todo. Ahora lo entiendo, ahora lo enfrento, ahora lo acepto. Aliviado, te digo hasta pronto. Nos damos la mano, te sonrío, me sonríes. Quedamos en paz. Camino lentamente hacia la puerta del cementerio, no hay nube gris. Por el contrario, el sol cae sobre mí, me envuelve y me reconforta. Mientras busco la ruta hacia la salida pienso en voz alta "ya... ya vamos pasando todos, papá".